Postrado me encuentro en la ciénaga de mi habitación, atascado por las ideas corto punzantes que me laceran; me convierten en un esclavo de las letras y me sumerjo en el destierro de esta prisión. Existe una luz que aunque tímida, se deja ver allá por mi ventana, puedo abandonar con ella la acre mirada de la soledad y percibir a la lejanía mi póstumo reflejo; en un crío charco formado por un rocío cristalino cual la luna, que llego casi tarde en la madrugada de hace un año o dos en Septiembre. Veo la faz de mi vida en aquel espejo; puedo ver como caen las hojas de otoño abrasadas por los hilos del verano, pero a ellos pronto llegan del invierno los fríos abrigos posando en la alborada, junto a la fogata.
De pronto, después de haber vagado perdido en aquel sórdido momento, en los mosaicos de mi ufana soledad escucho una escabrosa voz que protesta mi nombre, como maldiciendo a dios; quiero esconderme pero no puedo; no hay lugar donde pueda hacerlo. Escucho sus pasos subiendo las escaleras, peldaño tras peldaño; mis oídos no aguantan más, aquellos pasos que de fantasmas mas, parecían cadenas, calló un momento, pero mi corazón cerca de mi boca aún latía con suma agilidad del terror, terror que en ese instante había hecho exangüe mi vida. Detrás de aquellos eternos segundos tras la puerta, la misma se abrió y dejó ver ante el pequeño hilo de luz que se desprendía de mi lumbrera, la silueta de alguien… una mujer; quien rebosaba la blancura que nunca mis ojos habían apreciado, por la oscuridad que atañía a mi vida; cerré mis ojos por un efímero momento, dando y dando vuelcos a mi conciencia junto a ella mi cabeza ya mareada que imbuía miedo al tratar de inferir si las cadenas de ella eran, quienes habían convertido a mi cuerpo en un pequeño animal.
Mientras ocurría todo aquello levantó lentamente su mano y la franqueó por mi rostro infame, empapado de lóbrega soledad, aquel momento no lo olvidaré nunca, sus manos se mecían de un lugar a otro, de mis mejillas a mí frente,… cual Dante, infestado de divinidad mi espíritu vagaba y lánguido yací en el limbo limítrofe a ella, quise quedarme allí pero su silencio fue fuerte y dejó sórdida mi pobre delirio, sin embargo regresé de nuevo a la oscuridad que empedraba mi habitación, siendo otra vez el mismo; el ser que era sin ser, y que pensaba sin razonar.
Luego ella rozó mis labios con sus dedos y con señas me dijo que hablara; nunca lo había hecho hasta ese momento; nunca lo había necesitado, la soledad no habla, mucho menos escucha. No recuerdo que dije, creo que ella tampoco, espero que no... sólo recuerdo su rostro; su cuerpo tan lúcido como la nevisca, la misma que se alojaba en los barrotes de mi prisión, cuando lloraba de frío el cielo; el azul de sus ojos era tan profundo como el mar que nunca veré; sus cabellos, sus piernas, aquel vestido que cubría la belleza encarcelada de una apura mujer.
¿Acaso había perdido el juicio y la razón, que soñaba con entes que no valía ver? No importó en ese momento, sólo quité la cruz que los años me había dejado clavada y me levanté junto a ella. No era mucho más grande que ella, pero su mirada decía me sentirse segura conmigo; me abrazó y de sus lágrimas brotaron sus ojos y cayeron en mi afligido ropaje; una infanta camisa junto a un pantalón que el céfiro y el ardor del sol habían dejado en las penurias de la miseria…, ella lloró por sus lágrimas y yo en ese lapso tan cortamente eterno, por el corazón.