Desperté. Eran las doce y cuarto de la noche, me levanté de mi cama sin siquiera saber cuál era la razón de mi infortunio; Me dirigí a la cocina. Quise tomar un vaso de agua, lo iba a hacer, pero de repente escuché algo; un pequeño ruido, casi inaudible. Eran dóciles pasos, silenciados por un vasto pelaje color pardo, revestido de una oscuridad que hacía que brillasen unos grandes ojos, y una cola plegada que en el viento bailaba, casi elegante; era un gato. Lentamente se acercaba a mí paso a paso, rodeaba todo mi entorno, no le preste atención permanecía somnoliento sólo había transcurrido pocos minutos desde mi despertar, aún así no pensaba en otra cosa que no fuese mi vaso de agua; sentí un feroz murmullo que penetró en mis oídos, corrió un momento por mi espalda, mis piernas, hasta llegar a mis pies, al momento caí del sueño, el que tanto anhelaba desde que desperté, era símil era casi muerte, era casi, pero no.
Desperté un instante después y mi mano sangraba abundantemente, estaba mojada de agua; el vaso había caído, tal vez fue porque caí al dormirme, no lo sé; decidí componer todo, fui a mi habitación a tratar de curar mi herida, la cual parecía muy profunda. No tenía tiempo, ni temple para averiguar el por qué de la misma, aunque no tuviese sentido mi remota y prima respuesta, lo ignoré por un momento. Quise dormir después, lo quise hacer siempre... a lo lejos volví a escuchar algo, me parecía conocido, pero Morfeo me embaucaba y me instigaba a dormir, lo hice, caí cual gigante cansado, caí sin cerrar los ojos, caí sin respirar; de aquel que parecía un sueño sólo oía el gruñir de un gato, me perdía en sus ojos, o en lo que pensaba que eran. Pasó un segundo y llegó a mí, lo vi recostándose en mi regazo, maullándole a la luna, como rezando una oración. Lo admiraba mientras todas las luces se apagaban dejando solamente encendida la noche, y sus ojos color esmeralda que bailaban en los arboles de la melancolía que exudaba aquella presencia, mientras mi estado parecía ser estar en coma, pero no importaba lo observaba como un demente mira a la nada, rogué su perdón, imploré y lo convertí en mi dios mientras me dejó caer en la nostalgia de mis oraciones, esas plegarias que fueron tan absurdas ante aquella bestia que me hacía sentir cada vez más pequeño e indefenso. Mi silencio llenó mi alma y me sació por mil años, tantos siglos que me atascaban en esa clínica color blanco suave, donde los golpes eran besos, y los rasguños, caricias del cielo; lloré hasta sacar una sonrisa del baúl que escondía el último respiro que traía consigo mi aliento, mientras aquel gato que una vez me despertó en mi habitación, sólo me miraba, simple y ausente. Podría jurar que cuando morí sonrió, pero no lo sé, no lo recuerdo muy bien.
martes, 25 de diciembre de 2012
Mi madre en el tejado
15:42