Musas a su lado, caían por la sangre color carbón,
tendidas en las sabanas de papel, enfermas agonizando a su alrededor; aquellos,
de bucaneros en los nimbos y los faros de oro, yacían en los valles del
recuerdo sufriendo el olvido y la amnesia, por las ásperas caricias de las
miríadas de personas molestas por su mirar del cosmos vacío, con sus mascaras
de mala suerte las cuales le daban elegancia a su atuendo lúgubre, artistas
ignorados, mudos por las maldiciones de los muertos ilusos, cantando
aversiones, ofendiendo a la luna, atormentando a los mares. Pronto… cuando
Diana despierte de su largo sueño y haya bajado de las doce lunas de la noche,
florecerá la rosa, mi flor, los pétalos del plectro… el mal; entonaba su
discurso en la cornisa de sus pesadillas, sentados en aquellos collados siendo
él un sonámbulo que conversa en el interior del sueño con sus aliadas,
pesadillas cuando alguien en aquel momento pagaba, muriendo, explotando su
alma, delirando.
Todos los días, cuando conversaba con la mendiga
pelirroja llenaba su rostro de simpático horror, la enamoraba con su pincel y al
hacerla dormir al citarle sus poemas la arropaba con sus letras, drogándose de
su alma, cual líquido embriagante, perfume de mujer, él lloraba porque su
mendiga había muerto como todas sus musas escritas.
Un seis puesto al revés de la primera juventud del
año en olvido, su odio acrecentaba hacia todos, los de su sangre y los de sus
letras, sin aquel mal deseado se sentía vacío, cual bajel sin remos; en los
salones dormía rodeado de arte perdida en las vueltas de las estrella central,
cual la muerte de los amantes, de los pobres, de los artistas.
Delfina caminaba de la mano junto a Hipólita por las
gargantas de Francia; las dos en aquel instante eran cobijadas por el manto índigo
del día, rogaban cual vírgenes al cielo por la tempestad en sus cuerpos férvidos
llenos de ímpetu, Charles las erigía y las excitaba con su pluma rozando cada
fibra de sus seres cual de diosas malditas, así como aquella mendiga, ellas
morían al ceso de su escriba, vivían instantes efímeros pero sus moldes de
mujer vivían por siempre en el mal.
La
aurora, dibujaba en su lienzo a la musa macabra de los sueños de Charles, y sus
ojos de monstruo, los cuales no podía despreciar, su niña perdida, y él en sus vista
armoniosa donde, detrás del montón de sombras soporíferas, centellean vagamente
tesoros ignorados, los fuegos son estos pensamientos de amor, mezclados de Fe,
que relumbran en el fondo, epicúreos o inmaculados.
Berta Oh morirás Berta como todas morirás le decían
la musa enferma junto con Delfina e Hipólita desde el infierno del libro
prohibido. Cayó en la depresión Berta sus ojos caídos lloraban sangre y creó la
fuente carmesí, en un lugar de la nada en su prosa.
Ella quería ser diferente, quería vivir, quería
matar a Baudelaire. Ella aparecía en sus sueños, en los sueños de Baudelaire,
le servía en copas las gotas de su muerte mientras estaban, junto a la absenta, su vino
celestial.
Después de varias copas y de hacer el amor con su
pluma y Berta, decidió dormir, decisión casi inconsciente, Berta aprovechó y
empezó a escribir sueños en su mente lo que lo llevó a la psicosis en aquel
momento, Charles en sus sueños mortales veía sirenas en las nubes bailando con
sus piernas, siendo cortadas por el viento y su marítima sangre convertida en
vino de los dioses errantes del infierno terrestre, las musas enfermaban y el
artista ignorado en su rostro yacía el recuerdo.
Berta le cantaba una canción en la tarde, con la
sonrisa malévola de una asesina, la música sonaba y sonaba Charles cantaba y
cantaba moría cantando en el regazo de aquella su creación, el sueño que en él
posaba duró segundos, minutos, horas, días sus años.
En cada momento se drogaba mas, se excitaba más; era
dueño de mil diosas, de dioses de plumas que escribían por sí solas, era el Rey
Maldito que poco a su reinado acrecentaba mientras él moría.
El reloj tic tac tic tac y los santos cansados de
sus fútiles resonares aclamaban cansados dulces malditos, mártires reniegos,
Berta era la única de todas que aún seguía viva que aún complacía a su amo, lo
acariciaba y sus gotas de sudor sumergidos en lujuria y pasión la hacia mujer
en vida más que la venenosa tinta, negra
Baudelaire le escribía a su querida musa, a la muy
bella, a la que es muy alegre; que pasa entre los aullidos de su luto en
carbón; caía en la alegoría de sus ojos, él… caía en su éxtasis, su droga, ella
Berta… estaban juntos al lado de la absenta… estaban… estaban. Él la amaba,
ella no, quería verlo muerto, caer en el petróleo de sus árboles lentamente
para que pudiese vivir.
Lo drogaba una y otra vez Charles caía en un sueño y
una psicosis que lo inspiraba y soñaba preguntándose qué haría su alma pobre y
solitaria esa noche o ese día, moría escribiendo acariciando gatos, y dando
tristeza a mi suave madrigal.
Pasó como siempre el tiempo en los sueños de ella,
en los sueños de él, en su recamara acariciaba a Berta con su pluma y su tinta
color pulpo llenándola de placer y odio hacia él, la embarazó… el sol quiso dar
dos vueltas y nacieron, no bebes nada más lo más lógico para Baudelaire…
Nacieron de Berta pequeñas hadas verdes, iguales a ella con sus ojos
penetrantes y sus alas hilarantes perdidas.
Cuando nacieron aquellas y aquellos cualquiera que
haya sido su dios, enfermó cayó en sus dolencias, y al primer hablar de sus
alas murió.
Charles se dio cuenta que su apreciada creación lo
quería ver muerto, y logró hacer algo para cambiar el orden de la historia…
La durmió con sus líricas maldiciones junto con sus
hijas